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CARTEL CAMPAÑA DEL ENFERMO 2014
ORACIÓN
Deus caritas est,
Dios
es Amor.
Tú, Padre, nos has amado
tanto,
lo hemos experimentado a lo
largo de la Historia:
en
Egipto, en Israel, en la Cruz, en nuestras vidas.
A veces la enfermedad
pretende arrebatarnos esta increíble experiencia,
otras
veces, es la ocasión para vivirla.
También hoy sigo sintiendo
tu Amor,
en tantos acontecimientos,
en tantas experiencias,
en
tantas personas.
Un amor que no me deja
indiferente:
me empuja también a mí a
Amar,
a
amar en dos direcciones: a Ti y al hermano.
Dame tu Espíritu, Señor,
para amar siempre como Tú:
mirar como Tú, servir como
Tú, entregarme como Tú.
Con los enfermos,
pero
también cuando a mi me toque la enfermedad o el sufrimiento.
Que tu Amor me contagie y
penetre,
para llegar a decir también
yo:
“ya
no soy yo, es Cristo quien ama en mí”.
Gracias, Señor, por tu
Amor,
gracias
por tu Caridad.
Texto:
Fe y Caridad
“Dar nuestra vida por los hermanos” (1Jn 3,16)
11 de febrero de 2014 - Jornada Mundial del Enfermo.
25 de mayo de 2014 - Pascua del Enfermo
Fe y Caridad
“Dar nuestra vida por los hermanos” (1Jn 3,16)
11 de febrero de 2014 - Jornada Mundial del Enfermo.
25 de mayo de 2014 - Pascua del Enfermo
CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA
(11 de febrero 2014)
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO XVI
CON OCASIÓN DE LA XXIII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2014)
Fe y caridad: «También nosotros debemos dar la vida por los hermanos»
(1 Jn 3,16)
Queridos hermanos y hermanas:
1. Con ocasión de la XXII Jornada Mundial del Enfermo, que este año tiene como
tema Fe y caridad: «También nosotros debemos dar la vida por los hermanos»
(1 Jn 3,16), me dirijo particularmente a las personas enfermas y a
todos los que les prestan asistencia y cuidado. Queridos enfermos, la Iglesia
reconoce en vosotros una presencia especial de Cristo que sufre. En efecto,
junto, o mejor aún, dentro de nuestro sufrimiento está el de Jesús, que lleva a
nuestro lado el peso y revela su sentido. Cuando el Hijo de Dios fue
crucificado, destruyó la soledad del sufrimiento e iluminó su oscuridad. De este
modo, estamos frente al misterio del amor de Dios por nosotros, que nos infunde
esperanza y valor: esperanza, porque en el plan de amor de Dios también la noche
del dolor se abre a la luz pascual; y valor para hacer frente a toda adversidad
en su compañía, unidos a él.
2. El Hijo de Dios hecho hombre no ha eliminado de la experiencia humana la
enfermedad y el sufrimiento sino que, tomándolos sobre sí, los ha transformado y
delimitado. Delimitado, porque ya no tienen la última palabra que, por el
contrario, es la vida nueva en plenitud; transformado, porque en unión con
Cristo, de experiencias negativas, pueden llegar a ser positivas. Jesús es el
camino, y con su Espíritu podemos seguirle. Como el Padre ha entregado al Hijo
por amor, y el Hijo se entregó por el mismo amor, también nosotros podemos amar
a los demás como Dios nos ha amado, dando la vida por nuestros hermanos. La fe
en el Dios bueno se convierte en bondad, la fe en Cristo Crucificado se
convierte en fuerza para amar hasta el final y hasta a los enemigos. La prueba
de la fe auténtica en Cristo es el don de sí, el difundirse del amor por el
prójimo, especialmente por el que no lo merece, por el que sufre, por el que
está marginado.
3. En virtud del Bautismo y de la Confirmación estamos llamados a configurarnos
con Cristo, el Buen Samaritano de todos los que sufren. «En esto hemos conocido
lo que es el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos
dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). Cuando nos acercamos
con ternura a los que necesitan atención, llevamos la esperanza y la sonrisa de
Dios en medio de las contradicciones del mundo. Cuando la entrega generosa hacia
los demás se vuelve el estilo de nuestras acciones, damos espacio al Corazón de
Cristo y el nuestro se inflama, ofreciendo así nuestra aportación a la llegada
del Reino de Dios.
4. Para crecer en la ternura, en la caridad respetuosa y delicada, nosotros
tenemos un modelo cristiano a quien dirigir con seguridad nuestra mirada. Es la
Madre de Jesús y Madre nuestra, atenta a la voz de Dios y a las necesidades y
dificultades de sus hijos. María, animada por la divina misericordia, que en
ella se hace carne, se olvida de sí misma y se encamina rápidamente de Galilea a
Judá para encontrar y ayudar a su prima Isabel; intercede ante su Hijo en las
bodas de Caná cuando ve que falta el vino para la fiesta; a lo largo de su vida,
lleva en su corazón las palabras del anciano Simeón anunciando que una espada
atravesará su alma, y permanece con fortaleza a los pies de la cruz de Jesús.
Ella sabe muy bien cómo se sigue este camino y por eso es la Madre de todos los
enfermos y de todos los que sufren. Podemos recurrir confiados a ella con filial
devoción, seguros decque nos asistirá, nos sostendrá y no nos abandonará. Es la
Madre del crucificado resucitado: permanece al lado de nuestras cruces y nos
acompaña en el camino hacia la resurrección y la vida plena.
5. San Juan, el discípulo que estaba con María a los pies de la Cruz, hace que
nos remontemos a las fuentes de la fe y de la caridad, al corazón de Dios que
«es amor» (1 Jn 4,8.16), y nos recuerda que no podemos amar a Dios
si no amamos a los hermanos. El que está bajo la cruz con María, aprende a amar
como Jesús. La Cruz es «la certeza del amor fiel de Dios por nosotros. Un amor
tan grande que entra en nuestro pecado y lo perdona, entra en nuestro
sufrimiento y nos da fuerza para sobrellevarlo, entra también en la muerte para
vencerla y salvarnos… La Cruz de Cristo invita también a dejarnos contagiar por
este amor, nos enseña así a mirar siempre al otro con misericordia y amor, sobre
todo a quien sufre, a quien tiene necesidad de ayuda» (Via Crucis con los jóvenes, Río de Janeiro, 26 de julio de 2013).
Confío esta XXII Jornada Mundial del Enfermo a la intercesión de María, para que
ayude a las personas enfermas a vivir su propio sufrimiento en comunión con
Jesucristo, y sostenga a los que los cuidan. A todos, enfermos, agentes
sanitarios y voluntarios, imparto de corazón la Bendición Apostólica.
Vaticano, 6 de diciembre de 2013
FRANCISCO
16/1/14 21:06
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CARTEL CAMPAÑA DEL ENFERMO 2013
CARTEL CAMPAÑA DEL ENFERMO 2013
CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA
(11 de febrero 2013)
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA XXI JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2013)
«Anda y haz tú lo mismo»
(Lc 10,37)
Queridos hermanos y hermanas:
1. El 11 de febrero de 2013, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes, en el Santuario mariano de Altötting, se celebrará solemnemente la XXI Jornada Mundial del Enfermo. Esta Jornada representa para todos los enfermos, agentes sanitarios, fieles cristianos y para todas la personas de buena voluntad, «un momento fuerte de oración, participación y ofrecimiento del sufrimiento para el bien de la Iglesia, así como de invitación a todos para que reconozcan en el rostro del hermano enfermo el santo rostro de Cristo que, sufriendo, muriendo y resucitando, realizó la salvación de la humanidad» (Juan Pablo II, Carta por la que se instituía la Jornada Mundial del Enfermo, 13 mayo 1992, 3). En esta ocasión, me siento especialmente cercano a cada uno de vosotros, queridos enfermos, que, en los centros de salud y de asistencia, o también en casa, vivís un difícil momento de prueba a causa de la enfermedad y el sufrimiento. Que lleguen a todos las palabras llenas de aliento pronunciadas por los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II: «No estáis… ni abandonados ni inútiles; sois los llamados por Cristo, su viva y transparente imagen» (Mensaje a los enfermos, a todos los que sufren).
2. Para acompañaros en la peregrinación espiritual que desde Lourdes, lugar y símbolo de esperanza y gracia, nos conduce hacia el Santuario de Altötting, quisiera proponer a vuestra consideración la figura emblemática del Buen Samaritano (cf. Lc 10,25-37). La parábola evangélica narrada por san Lucas forma parte de una serie de imágenes y narraciones extraídas de la vida cotidiana, con las que Jesús nos enseña el amor profundo de Dios por todo ser humano, especialmente cuando experimenta la enfermedad y el dolor. Pero además, con las palabras finales de la parábola del Buen Samaritano, «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37), el Señor nos señala cuál es la actitud que todo discípulo suyo ha de tener hacia los demás, especialmente hacia los que están necesitados de atención. Se trata por tanto de extraer del amor infinito de Dios, a través de una intensa relación con él en la oración, la fuerza para vivir cada día como el Buen Samaritano, con una atención concreta hacia quien está herido en el cuerpo y el espíritu, hacia quien pide ayuda, aunque sea un desconocido y no tenga recursos. Esto no sólo vale para los agentes pastorales y sanitarios, sino para todos, también para el mismo enfermo, que puede vivir su propia condición en una perspectiva de fe: «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Enc. Spe salvi, 37).
3. Varios Padres de la Iglesia han visto en la figura del Buen Samaritano al mismo Jesús, y en el hombre caído en manos de los ladrones a Adán, a la humanidad perdida y herida por el propio pecado (cf. Orígenes, Homilía sobre el Evangelio de Lucas XXXIV, 1-9; Ambrosio, Comentario al Evangelio de san Lucas, 71-84; Agustín, Sermón 171). Jesús es el Hijo de Dios, que hace presente el amor del Padre, amor fiel, eterno, sin barreras ni límites. Pero Jesús es también aquel que «se despoja» de su «vestidura divina», que se rebaja de su «condición» divina, para asumir la forma humana (Flp 2,6-8) y acercarse al dolor del hombre, hasta bajar a los infiernos, como recitamos en el Credo, y llevar esperanza y luz. Él no retiene con avidez el ser igual a Dios (cf. Flp 6,6), sino que se inclina, lleno de misericordia, sobre el abismo del sufrimiento humano, para derramar el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.
4. El Año de la fe que estamos viviendo constituye una ocasión propicia para intensificar la diaconía de la caridad en nuestras comunidades eclesiales, para ser cada uno buen samaritano del otro, del que está a nuestro lado. En este sentido, y para que nos sirvan de ejemplo y de estímulo, quisiera llamar la atención sobre algunas de las muchas figuras que en la historia de la Iglesia han ayudado a las personas enfermas a valorar el sufrimiento desde el punto de vista humano y espiritual. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, «experta en la scientia amoris» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio ineunte, 42), supo vivir «en profunda unión a la Pasión de Jesús» la enfermedad que «la llevaría a la muerte en medio de grandes sufrimientos» (Audiencia general, 6 abril 2011). El venerable Luigi Novarese, del que muchos conservan todavía hoy un vivo recuerdo, advirtió de manera particular en el ejercicio de su ministerio la importancia de la oración por y con los enfermos y los que sufren, a los que acompañaba con frecuencia a los santuarios marianos, de modo especial a la gruta de Lourdes. Movido por la caridad hacia el prójimo, Raúl Follereau dedicó su vida al cuidado de las personas afectadas por el morbo de Hansen, hasta en los lugares más remotos del planeta, promoviendo entre otras cosas la Jornada Mundial contra la lepra. La beata Teresa de Calcuta comenzaba siempre el día encontrando a Jesús en la Eucaristía, saliendo después por las calles con el rosario en la mano para encontrar y servir al Señor presente en los que sufren, especialmente en los que «no son queridos, ni amados, ni atendidos». También santa Ana Schäffer de Mindelstetten supo unir de modo ejemplar sus propios sufrimientos a los de Cristo: «La habitación de la enferma se transformó en una celda conventual, y el sufrimiento en servicio misionero… Fortificada por la comunión cotidiana se convirtió en una intercesora infatigable en la oración, y un espejo del amor de Dios para muchas personas en búsqueda de consejo» (Homilía para la canonización, 21 octubre 2012). En el evangelio destaca la figura de la Bienaventurada Virgen María, que siguió al Hijo sufriente hasta el supremo sacrifico en el Gólgota. No perdió nunca la esperanza en la victoria de Dios sobre el mal, el dolor y la muerte, y supo acoger con el mismo abrazo de fe y amor al Hijo de Dios nacido en la gruta de Belén y muerto en la cruz. Su firme confianza en la potencia divina se vio iluminada por la resurrección de Cristo, que ofrece esperanza a quien se encuentra en el sufrimiento y renueva la certeza de la cercanía y el consuelo del Señor.
5. Quisiera por último dirigir una palabra de profundo reconocimiento y de ánimo a las instituciones sanitarias católicas y a la misma sociedad civil, a las diócesis, las comunidades cristianas, las asociaciones de agentes sanitarios y de voluntarios. Que en todos crezca la conciencia de que «en la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su misión» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici, 38).
Confío esta XXI Jornada Mundial del Enfermo a la intercesión de la Santísima Virgen María de las Gracias, venerada en Altötting, para que acompañe siempre a la humanidad que sufre, en búsqueda de alivio y de firme esperanza, que ayude a todos los que participan en el apostolado de la misericordia a ser buenos samaritanos para sus hermanos y hermanas que padecen la enfermedad y el sufrimiento, a la vez que imparto de todo corazón la Bendición Apostólica.
Vaticano, 2 de enero de 2013
Benedictus PP XVI
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CARTEL CAMPAÑA DEL ENFERMO 2012
CARTEL CAMPAÑA DEL ENFERMO 2012
CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA
JORNADA MUNDIAL DE ENFERMO (11 de febrero 2012)
MENSAJE
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA XX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2012)
CON OCASIÓN DE LA XX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2012)
“¡Levántate,
vete; tu fe te ha salvado!” (Lc 17,19)
Queridos
hermanos y hermanas!
En ocasión de la Jornada Mundial del Enfermo,
que celebraremos el próximo 11 de febrero de 2012, memoria de la Bienaventurada
Virgen de Lourdes, deseo renovar mi cercanía espiritual a todos los enfermos
que se están hospitalizados o son atendidos por las familias, y expreso a cada
uno la solicitud y el afecto de toda la Iglesia. En la acogida generosa y
afectuosa de cada vida humana, sobre todo la débil y enferma, el cristiano
expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo
de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales
del hombre para curarlos.
1. Este año, que constituye la preparación más
inmediata para la solemne Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará en
Alemania el 11 de febrero de 2013, y que se centrará en la emblemática figura
evangélica del samaritano (cf. Lc
10,29-37), quisiera poner el acento en los “sacramentos de curación”, es decir,
en el sacramento de la penitencia y de la reconciliación, y en el de la unción
de los enfermos, que culminan de manera natural en la comunión eucarística.
El encuentro de Jesús con los diez leprosos,
descrito en el Evangelio de san Lucas (cf. Lc
17,11-19), y en particular las palabras que el Señor dirige a uno de ellos:
“¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!” (v. 19), ayudan a tomar conciencia de
la importancia de la fe para quienes, agobiados por el sufrimiento y la
enfermedad, se acercan al Señor. En el encuentro con él, pueden experimentar
realmente que ¡quien cree no está nunca
solo! En efecto, Dios por medio de su Hijo, no nos abandona en nuestras
angustias y sufrimientos, está junto a nosotros, nos ayuda a llevarlas y desea
curar nuestro corazón en lo más profundo (cf. Mc 2,1-12).
La fe de aquel leproso que, a diferencia de los
otros, al verse sanado, vuelve enseguida a Jesús lleno de asombro y de alegría
para manifestarle su reconocimiento, deja entrever que la salud recuperada es
signo de algo más precioso que la simple curación física, es signo de la
salvación que Dios nos da a través de Cristo, y que se expresa con las palabras
de Jesús: tu fe te ha salvado. Quien
invoca al Señor en su sufrimiento y enfermedad, está seguro de que su amor no
le abandona nunca, y de que el amor de la Iglesia, que continúa en el tiempo su
obra de salvación, nunca le faltará. La curación física, expresión de la
salvación más profunda, revela así la importancia que el hombre, en su
integridad de alma y cuerpo, tiene para el Señor. Cada uno de los sacramentos,
además, expresa y actúa la proximidad Dios mismo, el cual, de manera
absolutamente gratuita, “nos toca por medio de realidades materiales …, que él
toma a su servicio y las convierte en instrumentos del encuentro entre nosotros
y Él mismo” (Homilía,
S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). “La unidad entre creación y redención se
hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe,
que abraza cuerpo y alma, al hombre entero” (Homilía,
S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).
La tarea principal de la Iglesia es,
ciertamente, el anuncio del Reino de Dios, «pero precisamente este mismo anuncio
debe ser un proceso de curación: “… para curar los corazones desgarrados” (Is 61,1)» (ibíd.), según la misión que Jesús confió a sus discípulos (cf. Lc 9,1-2; Mt 10,1.5-14; Mc 6,7-13).
El binomio entre salud física y renovación del alma lacerada nos ayuda,
pues, a comprender mejor los “sacramentos de curación”.
2. El sacramento de la penitencia ha sido, a
menudo, el centro de reflexión de los pastores de la Iglesia, por su gran
importancia en el camino de la vida cristiana, ya que “toda la fuerza de la Penitencia
consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une a Él con profunda
amistad” (Catecismo
de la Iglesia Católica, 1468). La Iglesia, continuando el anuncio de perdón
y reconciliación, proclamado por Jesús, no cesa de invitar a toda la humanidad
a convertirse y a creer en el Evangelio. Así lo dice el apóstol Pablo:
“Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os
exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo, os pedimos que os
reconciliéis con Dios” (2 Co 5,20).
Jesús, con su vida anuncia y hace presente la misericordia del Padre. Él no ha
venido para condenar, sino para perdonar y salvar, para dar esperanza incluso
en la oscuridad más profunda del sufrimiento y del pecado, para dar la vida
eterna; así, en el sacramento de la penitencia, en la “medicina de la
confesión”, la experiencia del pecado no degenera en desesperación, sino que
encuentra el amor que perdona y transforma (cf. Juan Pablo II, Exhortación ap.
postsin. Reconciliatio
et Paenitentia, 31).
Dios, “rico en misericordia” (Ef 2,4), como el padre de la parábola
evangélica (cf. Lc 15, 11-32), no
cierra el corazón a ninguno de sus hijos, sino que los espera, los busca, los
alcanza allí donde el rechazo de la comunión les ha encerrado en el aislamiento
y en la división, los llama a reunirse en torno a su mesa, en la alegría
de la fiesta del perdón y la reconciliación. El momento del sufrimiento, en el
cual podría surgir la tentación de abandonarse al desaliento y a la
desesperación, puede transformarse en tiempo de gracia para recapacitar y, como
el hijo pródigo de la parábola, reflexionar sobre la propia vida, reconociendo
los errores y fallos, sentir la nostalgia del abrazo del Padre y recorrer el
camino de regreso a casa. Él, con su gran amor vela siempre y en
cualquier circunstancia sobre nuestra existencia y nos espera para ofrecer, a
cada hijo que vuelve a él, el don de la plena reconciliación y de la alegría.
3. De la lectura del Evangelio emerge,
claramente, cómo Jesús ha mostrado una particular predilección por los
enfermos. Él no sólo ha enviado a sus discípulos a curar las heridas (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que también ha instituido para ellos un
sacramento específico: la unción de los enfermos. La carta de Santiago atestigua la presencia de este gesto sacramental
ya en la primera comunidad cristiana (cf. 5,14-16): con la unción de los
enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia
encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les alivie
sus penas y los salve; es más, les exhorta a unirse espiritualmente a la pasión
y a la muerte de Cristo, para contribuir, de este modo, al bien del
Pueblo de Dios.
Este sacramento nos lleva a contemplar el doble
misterio del monte de los Olivos, donde Jesús dramáticamente encuentra,
aceptándola, la vía que le indicaba el Padre, la de la pasión, la del supremo
acto de amor. En esa hora de prueba, él es el mediador “llevando en sí mismo,
asumiendo en sí mismo el sufrimiento de la pasión del mundo, transformándolo en
grito hacia Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos,
llevándolo así realmente al momento de la redención” (Lectio
divina, Encuentro con el clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Pero “el
Huerto de los Olivos es también el lugar desde el cual ascendió al Padre, y es
por tanto el lugar de la Redención … Este doble misterio del monte de los
Olivos está siempre “activo” también en el óleo sacramental de la Iglesia …
signo de la bondad de Dios que llega a nosotros” (Homilía,
S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). En la unción de los enfermos, la
materia sacramental del óleo se nos ofrece, por decirlo así, “como medicina de
Dios … que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer y
consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la
curación definitiva, a la resurrección (cf. St
5,14)” (ibíd.).
Este sacramento merece hoy una mayor
consideración, tanto en la reflexión teológica como en la acción pastoral con
los enfermos. Valorizando los contenidos de la oración litúrgica que se adaptan
a las diversas situaciones humanas unidas a la enfermedad, y no sólo cuando se
ha llegado al final de la vida (cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1514), la unción de los enfermos no debe ser
considerada como “un sacramento menor” respecto a los otros. La atención y el
cuidado pastoral hacia los enfermos, por un lado es señal de la ternura de Dios
con los que sufren, y por otro lado beneficia también espiritualmente a los
sacerdotes y a toda la comunidad cristiana, sabiendo que todo lo que se hace
con el más pequeño, se hace con el mismo Jesús (cf. Mt 25,40).
4. A propósito de los “sacramentos de la
curación”, san Agustín afirma: “Dios cura
todas tus enfermedades. No temas, pues: todas tus enfermedades serán
curadas … Tú sólo debes dejar que él te cure y no rechazar sus manos” (Exposición sobre el salmo 102, 5: PL 36, 1319-1320). Se trata de medios
preciosos de la gracia de Dios, que ayudan al enfermo a conformarse, cada vez
con más plenitud, con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Junto
a estos dos sacramentos, quisiera también subrayar la importancia de la
eucaristía. Cuando se recibe en el momento de la enfermedad contribuye de
manera singular a realizar esta transformación, asociando a quien se nutre con
el Cuerpo y la Sangre de Jesús al ofrecimiento que él ha hecho de sí mismo al
Padre para la salvación de todos. Toda la comunidad eclesial, y la comunidad
parroquial en particular, han de asegurar la posibilidad de acercarse con
frecuencia a la comunión sacramental a quienes, por motivos de salud o de edad,
no pueden ir a los lugares de culto. De este modo, a estos hermanos y hermanas
se les ofrece la posibilidad de reforzar la relación con Cristo crucificado y
resucitado, participando, con su vida ofrecida por amor a Cristo, en la misma
misión de la Iglesia. En esta perspectiva, es importante que los sacerdotes que
prestan su delicada misión en los hospitales, en las clínicas y en las casas de
los enfermos se sientan verdaderos « “ministros de los enfermos”, signo e
instrumento de la compasión de Cristo, que debe llegar a todo hombre marcado por
el sufrimiento» (Mensaje
para la XVIII Jornada Mundial del Enfermo, 22 de noviembre de 2009).
La conformación con el misterio pascual de
Cristo, realizada también mediante la práctica de la comunión espiritual, asume
un significado muy particular cuando la eucaristía se administra y se recibe
como viático. En ese momento de la existencia, resuenan de modo aún más
incisivo las palabras del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). En efecto, la eucaristía, sobre todo como viático, es
–según la definición de san Ignacio de Antioquia– “fármaco de inmortalidad,
antídoto contra la muerte” (Carta a los
Efesios, 20: PG 5, 661),
sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre, que a todos
espera en la Jerusalén celeste.
5. El tema de este Mensaje para la XX Jornada
Mundial del Enfermo, “¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!”, se refiere
también al próximo “Año de la fe”, que comenzará el 11 de octubre de 2012,
ocasión propicia y preciosa para redescubrir la fuerza y la belleza de la fe,
para profundizar sus contenidos y para testimoniarla en la vida de cada día
(cf. Carta ap. Porta
fidei, 11 de octubre de 2011).
Deseo animar a los enfermos y a los que sufren a encontrar siempre en la fe un
ancla segura, alimentada por la escucha de la palabra de Dios, la oración
personal y los sacramentos, a la vez que invito a los pastores a facilitar a
los enfermos su celebración. Que los sacerdotes, siguiendo el ejemplo del
Buen Pastor y como guías de la grey que les ha sido confiada, se muestren
llenos de alegría, atentos con los más débiles, los sencillos, los pecadores,
manifestando la infinita misericordia de Dios con las confortadoras palabras de
la esperanza (cf. S. Agustín, Carta 95, 1:
PL 33, 351-352).
A todos los que trabajan en el mundo de la
salud, como también a las familias que en sus propios miembros ven el rostro
sufriente del Señor Jesús, renuevo mi agradecimiento y el de la Iglesia,
porque, con su competencia profesional y tantas veces en silencio, sin hablar
de Cristo, lo manifiestan (cf. Homilía,
S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).
A María, Madre de Misericordia y Salud de los
Enfermos, dirigimos nuestra mirada confiada y nuestra oración; su materna
compasión, vivida junto al Hijo agonizante en la Cruz, acompañe y
sostenga la fe y la esperanza de cada persona enferma y que sufre en el camino
de curación de las heridas del cuerpo y del espíritu.
Os aseguro mi recuerdo en la oración, mientras
imparto a cada uno una especial Bendición Apostólica.
Vaticano,
20 de noviembre de 2011, solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del
Universo.