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Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral
Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral
Pascua
del Enfermo, 5 de Mayo de 2013
EL BUEN SAMARITANO
“Anda
y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37)
- La Pascua es un tiempo de vida y esperanza para celebrar con gozo el triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte. Es la respuesta definitiva a las preguntas que han angustiado a la humanidad desde sus orígenes. En estos días de celebración y fiesta la Pascua del Enfermo en la Iglesia española constituye una excelente oportunidad para evocar algunas claves de referencia cristiana ante el sufrimiento humano, vivido en términos de acompañamiento o en términos de experiencia propia del mismo. Jesús ilumina ambas situaciones con su vida, su praxis y su palabra. Él constituye siempre nuestro referente ético y pastoral para hacer bien al que sufre y hacer bien con el propio sufrimiento.
- La mirada a la parábola del Buen Samaritano realizada en la campaña de este año, constituye un regalo saludable para enfermos, personas con discapacidad, personas mayores necesitadas de cuidados, agentes de pastoral –presbíteros, religiosos, seglares-… Las parábolas tienen el poder de sorprendernos y dibujarnos un camino seguro para construir un mundo que sea más de Dios, más humanizado. El Buen Samaritano evoca la urgencia de la compasión ante el sufrimiento ajeno. En nuestros días se está rescatando la importancia de esta actitud genuinamente humana y humanizadora. El corazón del ser humano se mide por su capacidad para aliviar el sufrimiento, propio y ajeno. No podríamos hacer una justa lectura de la historia sin el lenguaje de la compasión.
- La compasión, lejos de ser un mero sentimiento superficial de lástima, comporta la comprensión de la totalidad de la persona necesitada y desencadena inevitablemente un deseo que se traduce en verdadero compromiso por aliviar o reducir su sufrimiento. Pablo de Tarso invitaba a “reír con los que ríen y llorar con los que lloran” (Rm, 15, 12), reforzando así la idea de compartir las vicisitudes solidariamente.
- El encuentro compasivo al que la parábola nos invita (“Anda y haz tú lo mismo” Lc 10, 37) será tal, cuando esté caracterizado por esa gratuidad propia de quien siente que no hay nada que ofrecer a cambio de quien se muestra compasivo. Tiene la característica de la eficaz proximidad traducida en comportamientos sanantes de tocar, ver, acercarse, dejarse afectar, comprometer la propia energía liberadora ante el sufrimiento. Y el encuentro compasivo tiene siempre una nota de hondura que permite asomarse al abismo esencial de lo que es el otro, descubriendo una forma de servicio efectivo.
- El cristianismo, y especialmente San Agustín, habla de compasión como misericordia y amor al prójimo, que viene del amor a Dios. En la tradición bíblica, compadecerse se expresa como un estremecimiento de las entrañas que comporta la misericordia y tiene diferentes momentos: ver, es decir, entrar en contacto con alguna realidad de sufrimiento mediante los sentidos; estremecerse, es decir, el impulso interior o movimiento íntimo de las entrañas; y actuar, es decir, que no es un impulso infecundo, sino que mueve a la acción. Se trata, pues de una voluntad de “volver del revés el cuenco del corazón” y derramarse compasivamente sobre el sufrimiento ajeno sentido en uno mismo. Agustín de Hipona a la misericordia la llamó “el lustre del alma” que la enriquece y la hace aparecer buena y hermosa.
- La genuina compasión compromete a trabajar por eliminar, evitar, aliviar, reducir o minimizar el sufrimiento. Nada más cristiano que esto. La compasión no admite indiferencia o impasibilidad ante el sufrimiento. El sufrimiento del otro me incumbe a mi, me afecta, me hace sentir incómodo, me hace “sentir con”, asumir el sufrimiento del otro como propio. Al lado del misterio del sufrimiento hay que colocar el misterio de la compasión y, abiertos al lenguaje de la sensibilidad, crear una atmosfera que se extiende y hace real en la vida comunitaria. No se trata de un individuo hospitalario, sino de una comunidad que en sus entrañas vive la compasión.
- La acción pastoral en el mundo del sufrimiento humano ha de estar impregnada de esta genuina compasión con la inteligencia compasiva y solidaria del corazón. El acompañamiento compasivo y solidario, se realiza como sabiduría, deliberación y narración, y reconoce que hay un lugar privilegiado para acceder a la vulnerabilidad ajena, a los empobrecidos.
- “Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana” (Spe Salvi 38). Se subraya así el potencial humanizador de la compasión ante el sufrimiento humano que se encarna, entre otras formas en la empatía que ha de caracterizar todo acompañamiento en el sufrir, con la ternura a la que nos ha invitado el Papa Francisco en sus primeras intervenciones.
- La hospitalidad compasiva es esa forma particular de dar respuesta comprensiva y acogedora a quien se revela necesitado. La empatía y la compasión, reclaman la acogida del mundo del otro. Y acoger es un arte que también se traduce en la liturgia del encuentro con el que sufre. Los mensajes serán así percibidos de manera clara: “eres bienvenido a mi corazón”. “Este es el consuelo que ofrezco en mi acompañamiento pastoral: mi persona hospitalaria”. Al ejercer la hospitalidad compasiva, se invita al otro extraño a formar parte del propio mundo. La carta a los hebreos, considerándola fundamental, la reclama con esta sentencia: “No olvidéis la hospitalidad” (Heb 13,2). La acogida de la hospitalidad exige que uno esté atento incesantemente a la meteorología del corazón del otro, a lo que siente y vive. La experiencia de sentirse o no acogido está relacionada con diferentes variables y sentidos. Hay una acogida espacial, una acomodación al universo del lenguaje, una acogida en la intimidad del corazón…
- No habrá palabra oportuna y hospitalaria en el acompañamiento pastoral, si no está profundamente arraigada en la gran clave de la hospitalidad, que es la escucha activa en la que se encarna el comportamiento compasivo y la empatía. Sentirse escuchado, comprendido en el mundo de los sentimientos, ser captado en el voltaje emocional y espiritual con que uno vive, ser visto con el ojo del espíritu, son frutos de la hospitalidad compasiva. Entre el anfitrión y el huésped, el juego de miradas revelará la calidad del contacto que estamos dispuestos a tener, la calidad de la comunicación que pretendemos desplegar en la acogida. Sentirse acogido en el corazón tiene que ver con esa experiencia de confort emocional y espiritual que uno hace cuando experimenta que lo más íntimo es también observado, contemplado, no juzgado y entrañablemente cuidado por el que acoge.
- Es en este contexto de hospitalidad compasiva en el que se entiende la expresión evangélica “no tengáis miedo” (Mt 10,28), que lejos de ser una exhortación a no experimentar un sentimiento, es una cualidad de la acogida: quien acoge de verdad, inspira confianza, no miedo. Esta hospitalidad compasiva para con el sufrimiento ajeno se refiere tanto al sufrimiento evitable como al inevitable. En efecto, la capacidad de silencio, de asombro y admiración, de contemplar y de discernir, de profundidad, de trascender, de conciencia de lo sagrado y de comportamientos virtuosos como el perdón, la gratitud, la humildad o la compasión son elementos propios de lo que entendemos por inteligencia y competencia espiritual, necesarias para la formación del corazón de los agentes de pastoral y profesionales de la salud (Deus Caritas Est 31).
- Mirando a la parábola del Buen Samaritano, descubrimos también al personaje del herido que se deja curar y cuidar por un extraño del que, en principio, no cabe esperar nada bueno. Una genuina provocación del Señor que nos puede permitir preguntarnos a todos por nuestras propias vulnerabilidades y nuestra disposición a dejarnos querer, cuidar y ayudar, estemos enfermos o suframos de cualquier forma, porque todos somos a la vez heridos y agentes de pastoral, sanadores heridos, en el fondo.
- Nos unimos en la oración a quienes se encuentran en el duro trance de la enfermedad, la dependencia, la discapacidad, la violencia o cualquier forma de sufrimiento. Miramos a María, Salud de los enfermos y consuelo de los afligidos y, viéndola junto a la cruz, hacemos una llamada a la solidaridad afectiva y efectiva ante el sufrimiento ajeno para que la compasión sea piedra angular de la evangelización.
Los Obispos de la
Comisión Episcopal de Pastoral
Sebastià Taltavull Anglada,
Obispo Auxiliar de Barcelona
Rafael
Palmero Ramos, Obispo emérito de Orihuela-Alicante
Francesc
Pardo Artigas, Obispo de Girona
José Manuel Lorca Planes, Obispo
de Cartagena-Murcia
José Vilaplana Blasco, Obispo de
Huelva
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Mensaje de los Obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral
Pascua del Enfermo, 13 de Mayo de 2012
EL PODER CURATIVO DE
LA FE
“Levántate y vete;
tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19)
Con motivo de la Pascua del Enfermo, los Obispos de la Comisión
Episcopal de Pastoral, queremos ofrecer algunas reflexiones, a los enfermos y a
sus familias, y a cuantos, desde sus diferentes profesiones, trabajan en el
complejo mundo de la salud, de la discapacidad, de la marginación y de la
exclusión social.
Las palabras de Jesús a uno de los diez leprosos curados que vuelve
agradecido, “Levántate,
vete; tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19) han sido el referente para la campaña
de este año, ampliado el lema con el título
“el poder curativo de la fe”.
En éste y en otros relatos de curación, la fe suscita y alienta en el enfermo
una confianza espontánea en el poder del Señor. El encuentro con Jesús transforma
radicalmente su vida, y “la salud
recuperada es signo de algo más precioso que la simple curación física, es
signo de la salvación que Dios nos da a través de Cristo”[1].
Dios inauguró la historia dando vida y el
camino que ha recorrido el hombre es historia de salvación. En este camino,
desde la vertiente de Dios, ha sido una expresión constante, ratificada una y
otra vez, de su pasión por la vida, de su defensa de la vida frágil y amenazada,
y de su designio de salvación que abarca todas las dimensiones de la persona.
La expresión máxima de su amor a la creación
es la nueva alianza sellada en Cristo, acontecimiento que coloca nuestra vida
en un nuevo marco en el que estamos llamados a vivir como hombres nuevos. La
Pascua de Cristo que celebramos con gozo en este tiempo, es el signo definitivo
del Amor del Padre y el culmen de la Salvación: “He venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10). Estamos llamados a la plenitud.
Pero en la vida, la salud humana es siempre
vulnerable, a causa de la enfermedad, del desgaste, del envejecimiento y de la
muerte. Por eso, tarde o temprano surge la pregunta: “¿qué sentido tiene sufrir?”
“¿qué va a ser de mí en ese trance?”, “¿qué hay después de esta vida?” Jesús
anuncia que la salud que él ofrece es signo y parte de una salvación más total
porque es definitiva. Se prolonga y se hace plena más allá de la muerte.
“La enfermedad y el sufrimiento se han
contado siempre entre los problemas más graves que aquejan a la vida humana. En
la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud”[2].
La enfermedad constituye una crisis global para el ser humano y una prueba para
la fe. Es una experiencia singular que afecta a lo más íntimo y sagrado de la
persona. Provoca un gran silencio interior en el que van brotando los
pensamientos, los sentimientos, preguntas
que buscan una razón de lo que nos pasa pero que no tienen fácil respuesta.
Es una de las situaciones límite de la vida que nos lleva a encontrarnos con la
verdad de nosotros mismos, de los demás y de Dios. Pone a prueba nuestra fe:
puede destruirnos o ayudarnos a crecer y madurar, encerrarnos en nosotros
mismos o abrirnos más en profundidad a los demás, alejarnos de Dios o
acercarnos más a Él y purificar la imagen que de Él tenemos. Es la confianza
que descansa en el amor de Dios y que nunca defrauda.
Vivir la enfermedad y la muerte no es fácil
humanamente. Vivir la fe en ellas, tampoco. Por eso, hablar del poder saludable
y terapéutico de la fe, desde la experiencia de la enfermedad con todo su
realismo, es recordar que son muchas las personas que, en la enfermedad y en la
cercanía de la muerte, encuentran en su relación confiada con Dios, en la
oración, en los sacramentos y en la pertenencia a la comunidad cristiana,
alivio, consuelo, paz, sosiego, nuevas fuerzas y nuevas razones para seguir adelante.
Cuando la fe se vive de verdad, sana, cura,
salva y se convierte en fuente de salud. Pues la fe ayuda a afrontar la
enfermedad con realismo, infunde aliento, coraje y paciencia en la lucha por la
curación, o para asumirla con paz con todas sus consecuencias. Desde la fe se
encuentra el ánimo para emprender la importante tarea de ir recomponiendo la
vida y descubrir las nuevas posibilidades de ser útil, de iluminar y llenar de
sentido la existencia.
Apoyados en la fe recuperamos la comunicación con los demás, la
confianza en el Padre y una nueva capacidad de seguir amando a Dios y a los
hermanos aun en medio del dolor. Esta experiencia de fe que comunica serenidad,
paz y esperanza, que consuela en la angustia y fortalece en la inseguridad, ayuda
a sobreponerse ante la situación irremediable y a asumirla con entereza, poniendo
confiadamente la vida en las manos amorosas del Padre y a confiarle nuestro
futuro.
En la Pascua renovamos nuestro Bautismo y
afianzamos nuestra fe, don y regalo del Padre. Como el leproso curado que vuelve
a Jesús y escucha: “Tu fe te ha salvado”,
podremos decir “nos has bendecido, Señor, con el don de la fe que sana y salva
y en la que todo encuentra sentido”[3]
y, agradecidos a Dios por el don de la vida, en cualquiera de sus
acontecimientos, saldremos al mundo para proclamar que el Evangelio es el modo
más saludable de vivir, que el encuentro con Cristo transforma y renueva, que la salvación es una oferta eficaz de la misma
salud de Cristo
Que la Pascua del Enfermo en este año en el que precisamente se
inaugurará el “Año de la Fe”, ayude a los enfermos, a quienes sufren, a cuantos
viven en situación de duelo, y a todas las personas que les atienden, a
descubrir que la fe en el Señor Jesús, buen Samaritano, es la mejor aliada de
nuestra vida. María, la mujer creyente y solidaria, que, por la vía de la
adhesión inquebrantable a Dios, caminó hacia una privilegiada plenitud, nos acompañe
en el camino de la fe.
Los
Obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral
Sebastià Taltavull Anglada, Obispo Auxiliar
de Barcelona
Rafael Palmero Ramos, Obispo
de Orihuela-Alicante
Francesc Pardo Artigas, Obispo
de Girona
José Manuel Lorca Planes, Obispo de
Cartagena-Murcia
José Vilaplana Blasco, Obispo de Huelva
[1] Mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial del Enfermo 2012
[2] Catecismo de la
Iglesia Católica nº 1500
[3] Oración Campaña del
Enfermo 2012
«Levántate y vete; tu fe te ha salvado»,
Lema de campaña 2012
El
tema de la Jornada Mundial del Enfermo de 2012 «La gracia especial de los
sacramentos de sanación», con el lema que acompaña «Levántate y vete; tu fe te
ha salvado» (Lc 17, 19), es el referente para estas Jornadas de delegados y
para la Campaña del Enfermo 2012. En campañas anteriores hemos profundizado en
los sacramentos, descubriendo que la fe nos lleva a la celebración que
fortalece la vida y la transforma.
El
anhelo de obtener la curación de las enfermedades es tan antiguo como la
aspiración a la existencia y a la salud. En los grandes acontecimientos de la
existencia la fe aparece con todo su realismo: «Dios no me ha dado la gracia de
creer», decía un ateo ante la proximidad de la muerte. En el don de la fe se
abre el ser humano a la fuerza curativa y salvadora que proviene de Dios y
actúa en el interior de la persona.
Parece
evidente que el hombre de hoy busca apasionadamente la salud, pero quizás de lo
que está necesitado es de salvación. Con el enunciado «el poder curativo de la
fe» emprendemos un nuevo curso, un camino vivido con el coraje y con la pasión
de quien tiene la certeza de preguntar ya desde ahora aquello que constituirá
la felicidad para siempre: el amor del Dios Trino.
P R E T E N D E M O S
Reflexionar sobre la necesidad
de sanación-salvación del hombre de hoy y sobre los caminos a través de los que
la busca.
Estudiar el poder
curativo-salvífico de la fe en la enfermedad.
Cultivar la dimensión
saludable de la fe y de los sacramentos en la vida.
Celebrar el poder curativo de la fe y de
los sacramentos en la enfermedad.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXVI CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PASTORAL DE LA SALUD
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXVI CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PASTORAL DE LA SALUD
Sala Clementina
Sábado 26 de noviembre de 2011
Sábado 26 de noviembre de 2011
Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
Es motivo de gran alegría encontrarme con
vosotros con ocasión de la XXVI Conferencia internacional, organizada por el
Consejo pontificio para la pastoral de la salud y que ha querido reflexionar
sobre el tema: «La pastoral sanitaria al servicio de la vida a la luz del
magisterio del beato Juan Pablo II». Me complace saludar a los obispos
encargados de la pastoral de la salud, que se han reunido por primera vez ante
la tumba del apóstol Pedro para verificar los modos de una acción colegial en
este ámbito tan delicado e importante de la misión de la Iglesia. Expreso mi
gratitud al dicasterio por su valioso servicio, comenzando por su presidente,
monseñor Zygmunt Zimowski, al que agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido,
con las que ha ilustrado también los trabajos y las iniciativas de estos días.
Saludo asimismo al secretario y al subsecretario, ambos recién nombrados, a los
oficiales y al personal, así como a los relatores y a los expertos, a los
responsables de los institutos de salud, a los agentes sanitarios, a todos los
presentes y a cuantos han colaborado en la realización de la Conferencia.
Estoy seguro de que vuestras reflexiones han
contribuido a profundizar el «Evangelio de la vida», valiosa herencia del
magisterio del beato Juan Pablo II. En 1985, instituyó este Consejo pontificio
para dar testimonio concreto de él en el vasto y articulado ámbito de la salud;
hace ahora veinte años, estableció
la celebración de la Jornada mundial del enfermo; y, por último, constituyó
la Fundación «El Buen Samaritano», como instrumento de una nueva acción
caritativa dirigida a los enfermos más pobres en muchos países. Y hago un
llamamiento a un renovado compromiso para sostener esta Fundación.
En los largos e intensos años de su
pontificado, el beato Juan Pablo II proclamó que el servicio a la persona
enferma en el cuerpo y en el espíritu constituye un compromiso constante de
atención y evangelización para toda la comunidad eclesial, según el mandato de
Jesús a los Doce de curar a los enfermos (cf. Lc 9, 2). En particular, en la carta apostólica Salvifici
doloris, del 11 de febrero de 1984, mi venerado predecesor afirma: «El
sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos
puntos en los que el hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí
mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo» (n. 2). El misterio del
dolor parece ofuscar el rostro de Dios, convirtiéndolo casi en un extraño o,
incluso, indicándolo como responsable del sufrimiento humano, pero los ojos de
la fe son capaces de ver en profundidad este misterio. Dios se encarnó, se hizo
cercano al hombre, incluso en sus situaciones más difíciles; no eliminó el
sufrimiento, pero en el Crucificado resucitado, en el Hijo de Dios que padeció
hasta la muerte y una muerte de cruz, revela que su amor desciende incluso al
abismo más profundo del hombre para darle esperanza. El Crucificado ha
resucitado, la muerte ha sido iluminada por la mañana de Pascua: «Tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no
perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn
3, 16). En el Hijo «entregado» para la salvación de la humanidad, la verdad del
amor se prueba, en cierto sentido, mediante la verdad del sufrimiento; y la
Iglesia, nacida del misterio de la redención en la cruz de Cristo, «está
obligada a buscar el encuentro con el hombre de modo particular en el camino de
su sufrimiento. En ese encuentro el hombre “se convierte en el camino de la
Iglesia”, y es este uno de los caminos más importantes» (Juan Pablo II, Salvifici
doloris, 3).
Queridos amigos, el servicio de
acompañamiento, de cercanía y de cuidado de los hermanos enfermos, solos, a
menudo probados por heridas no sólo físicas sino también espirituales y
morales, os sitúa en una posición privilegiada para testimoniar la acción
salvífica de Dios, su amor al hombre y al mundo, que abraza también las
situaciones más dolorosas y terribles. El rostro del Salvador moribundo en la
cruz, del Hijo consustancial con el Padre que sufre como hombre por nosotros
(cf. ib., 17), nos enseña a custodiar y a
promover la vida, en cualquier estadio y en cualquier condición que se
encuentre, reconociendo la dignidad y el valor de cada ser humano, creado a
imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,
26-27) y llamado a la vida eterna.
Esta visión del dolor y del sufrimiento,
iluminada por la muerte y la resurrección de Cristo, nos fue testimoniada por
el lento calvario que marcó los últimos años de vida del beato Juan Pablo II,
al cual se pueden aplicar las palabras de san Pablo: «Completo en mi carne lo
que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la
Iglesia» (Col 1, 24). La fe firme y
segura sostuvo su debilidad física, haciendo de su enfermedad, vivida por amor
a Dios, a la Iglesia y al mundo, una participación concreta en el camino de
Cristo hasta el Calvario.
La sequela
Christi no dispensó al beato Juan Pablo II de llevar su propia cruz cada
día hasta el final, para ser como su único Maestro y Señor, que desde la cruz
se convirtió en punto de atracción y de salvación para la humanidad (cf. Jn 12, 32; 19, 37) y manifestó su gloria
(cf. Mc 15, 39). En la homilía de la
santa misa de beatificación de mi venerado predecesor recordé que «el Señor lo
fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una
“roca”, como Cristo lo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima
unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un
mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban
disminuyendo» (Homilía,
1 de mayo de 2011: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 8 de mayo de 2011, p. 7).
Queridos amigos, atesorando el testamento
vivido por el beato Juan Pablo II en carne propia, os deseo que también
vosotros, en el ejercicio del ministerio pastoral y en la actividad
profesional, descubráis en el árbol glorioso de la cruz de Cristo «el
cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida» (Evangelium
vitae, 50). En el servicio que
prestáis en los diversos ámbitos de la pastoral de la salud, experimentad que
«sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo
mucho que me ama» (Deus
caritas est, 18).
Os encomiendo a cada uno de vosotros, a los
enfermos, a las familias y a todos los agentes sanitarios a la protección
materna de María, y de buen grado os imparto a todos la bendición apostólica.